VIAGGIO APOSTOLICO DI SUA SANTITÀ BENEDETTO XVI IN MESSICO E NELLA REPUBBLICA DI CUBA (23 - 29 MARZO 2012) - Omelia Santa Messa 25 marzo

papa-messico-4Questa mattina, lasciato il Colegio Miraflores, il Santo Padre si trasferisce in elicottero al Parque del Bicentenario di León per la celebrazione eucaristica. Durante il trasferimento, l’elicottero sorvola il Santuario del "Cristo Rey", costruito sulla cima del "Cerro del Cubilete", centro geografico del territorio messicano.
Accolto all’eliporto dal Governatore dello Stato di Guanajuato, Juan Manuel Oliva Ramírez e dal Sindaco del Municipio di Silao, Juan Roberto Tovar Torres, che Gli consegna le chiavi della città, il Papa compie un giro panoramico tra i fedeli raccolti nel Parque del Bicentenario.
Quindi, alle ore 10 (le 18, ora di Roma che da oggi è passata all’ora legale) il Santo Padre presiede la celebrazione della Santa Messa della V Domenica di Quaresima. Concelebrano con il Papa circa 250 tra Cardinali, Vescovi del Messico, Presidenti delle 22 Conferenze Episcopali dell’America Latina e dei Caraibi e altri Vescovi di tutto il continente americano, e circa 3 mila sacerdoti.
Prima della Messa l’Arcivescovo di León, S.E. Mons. José Guadalupe Martín Rábago, rivolge un saluto al Santo Padre, il quale offre un Mosaico del Cristo Re da collocare all’interno del Santuario di Cubilete.
Nel corso della celebrazione, dopo la proclamazione del Vangelo, il Papa pronuncia l’omelia che riportiamo di seguito:

 OMELIA DEL SANTO PADRE

Queridos hermanos y hermanas,

Me complace estar entre ustedes, y deseo agradecer vivamente a Monseñor José Guadalupe Martín Rábago, Arzobispo de León, sus amables palabras de bienvenida. Saludo al episcopado mexicano, así como a los Señores Cardenales y demás Obispos aquí presentes, en particular a los procedentes de Latinoamérica y el Caribe. Vaya también mi saludo caluroso a las Autoridades que nos acompañan, así como a todos los que se han congregado para participar en esta Santa Misa presidida por el Sucesor de Pedro.

«Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Sal 50,12), hemos invocado en el salmo responsorial. Esta exclamación muestra la profundidad con la que hemos de prepararnos para celebrar la próxima semana el gran misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos ayuda asimismo a mirar muy dentro del corazón humano, especialmente en los momentos de dolor y de esperanza a la vez, como los que atraviesa en la actualidad el pueblo mexicano y también otros de Latinoamérica.

El anhelo de un corazón puro, sincero, humilde, aceptable a Dios, era muy sentido ya por Israel, a medida que tomaba conciencia de la persistencia del mal y del pecado en su seno, como un poder prácticamente implacable e imposible de superar. Quedaba sólo confiar en la misericordia de Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara desde dentro, desde el corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro. Así fue abriéndose paso el recurso a la misericordia infinita del Señor, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Un corazón puro, un corazón nuevo, es el que se reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos de Dios para seguir esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede decir convencido al Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Sal 50,15). Y, hacia el final del salmo, dará una explicación que es al mismo tiempo una firme confesión de fe: «Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (v. 19).

La historia de Israel narra también grandes proezas y batallas, pero a la hora de afrontar su existencia más auténtica, su destino más decisivo, la salvación, más que en sus propias fuerzas, pone su esperanza en Dios, que puede recrear un corazón nuevo, no insensible y engreído. Esto nos puede recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros pueblos que, cuando se trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión más profunda, no bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de la vida y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo.

El Evangelio de hoy prosigue haciéndonos ver cómo este antiguo anhelo de vida plena se ha cumplido realmente en Cristo. Lo explica san Juan en un pasaje en el que se cruza el deseo de unos griegos de ver a Jesús y el momento en que el Señor está por ser glorificado. A la pregunta de los griegos, representantes del mundo pagano, Jesús responde diciendo: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado» (Jn 12,23). Respuesta extraña, que parece incoherente con la pregunta de los griegos. ¿Qué tiene que ver la glorificación de Jesús con la petición de encontrarse con él? Pero sí que hay una relación. Alguien podría pensar – observa san Agustín – que Jesús se sentía glorificado porque venían a él los gentiles. Algo parecido al aplauso de la multitud que da «gloria» a los grandes del mundo, diríamos hoy. Pero no es así. «Convenía que a la excelsitud de su glorificación precediese la humildad de su pasión» (In Joannis Ev., 51,9: PL 35, 1766).

La respuesta de Jesús, anunciando su pasión inminente, viene a decir que un encuentro ocasional en aquellos momentos sería superfluo y tal vez engañoso. Al que los griegos quieren ver en realidad, lo verán levantado en la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). Allí comenzará su «gloria», a causa de su sacrificio de expiación por todos, como el grano de trigo caído en tierra que muriendo, germina y da fruto abundante. Encontrarán a quien seguramente sin saberlo andaban buscando en su corazón, al verdadero Dios que se hace reconocible para todos los pueblos. Este es también el modo en que Nuestra Señora de Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan Diego. No como a un héroe portentoso de leyenda, sino como al verdaderísimo Dios, por quien se vive, al Creador de las personas, de la cercanía y de la inmediación, del Cielo y de la Tierra (cf. Nican Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel momento lo que ya había ensayado en las Bodas de Caná. Ante el apuro de la falta de vino, indicó claramente a los sirvientes que la vía a seguir era su Hijo: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5).

Queridos hermanos, al venir aquí he podido acercarme al monumento a Cristo Rey, en lo alto del Cubilete. Mi venerado predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, aunque lo deseó ardientemente, no pudo visitar este lugar emblemático de la fe del pueblo mexicano en sus viajes a esta querida tierra. Seguramente se alegrará hoy desde el cielo de que el Señor me haya concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes, como también habrá bendecido a tantos millones de mexicanos que han querido venerar sus reliquias recientemente en todos los rincones del país. Pues bien, en este monumento se representa a Cristo Rey. Pero las coronas que le acompañan, una de soberano y otra de espinas, indican que su realeza no es como muchos la entendieron y la entienden. Su reinado no consiste en el poder de sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o la violencia. Se funda en un poder más grande que gana los corazones: el amor de Dios que él ha traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio. Éste es su señorío, que nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar. Por eso es justo que, por encima de todo, este santuario sea un lugar de peregrinación, de oración ferviente, de conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y acogida de la gracia. A él, a Cristo, le pedimos que reine en nuestros corazones haciéndolos puros, dóciles, esperanzados y valientes en la propia humildad.

También hoy, desde este parque con el que se quiere dejar constancia del bicentenario del nacimiento de la nación mexicana, aunando en ella muchas diferencias, pero con un destino y un afán común, pidamos a Cristo un corazón puro, donde él pueda habitar como príncipe de la paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Y, para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse interpelar por su Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a ejemplo de María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad personal con él, se aprende lo que espera de nosotros y se recibe aliento para darlo a conocer a los demás.

En Aparecida, los Obispos de Latinoamérica y el Caribe han sentido con clarividencia la necesidad de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en la historia de estas tierras «desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros» (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental, que ahora se está llevando a cabo diócesis por diócesis en este Continente, tiene precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a todos los cristianos y comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una fe superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente. También aquí se ha de superar el cansancio de la fe y recuperar «la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a su disposición, sin replegarse en el propio bienestar» (Discurso a la Curia Romana, 22 diciembre 2011). Lo vemos muy bien en los santos, que se entregaron de lleno a la causa del evangelio con entusiasmo y con gozo, sin reparar en sacrificios, incluso el de la propia vida. Su corazón era una apuesta incondicional por Cristo, de quien habían aprendido lo que significa verdaderamente amar hasta el final.

En este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda la Iglesia, «es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo [...]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7).

Pidamos a la Virgen María que nos ayude a purificar nuestro corazón, especialmente ante la cercana celebración de las fiestas de Pascua, para que lleguemos a participar mejor en el misterio salvador de su Hijo, tal como ella lo dio a conocer en estas tierras. Y pidámosle también que siga acompañando y amparando a sus queridos hijos mexicanos y latinoamericanos, para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a promover audazmente la paz, la concordia, la justicia y la solidaridad. Amén.

Cari fratelli e sorelle,

Sono contento di essere tra voi, e desidero ringraziare vivamente Mons. José Guadalupe Martín Rábago, Arcivescovo di León, per le sue gentili parole di benvenuto. Saluto l'Episcopato messicano, come pure i Signori Cardinali e gli altri Vescovi qui presenti, in particolare quelli che provengono dall'America Latina e dai Caraibi. Rivolgo inoltre il mio cordiale saluto alle Autorità che ci accompagnano e a tutti coloro che si sono riuniti per partecipare a questa Santa Messa presieduta dal Successore di Pietro.

"Crea in me, Signore, un cuore puro" (Sal 50,12), abbiamo invocato nel Salmo responsoriale. Questa esclamazione mostra la profondità con la quale dobbiamo prepararci per celebrare, la prossima settimana, il grande mistero della passione, morte e risurrezione del Signore. Questo ci aiuta anche a guardare nel profondo del cuore umano, specialmente nei momenti che uniscono dolore e speranza, come quelli che attraversa attualmente il popolo messicano ed anche altri popoli dell'America Latina.

L'anelito di un cuore puro, sincero, umile, gradito a Dio, era già molto sentito da Israele, man mano che prendeva coscienza della persistenza del male e del peccato nel suo seno, come un potere praticamente implacabile ed impossibile da superare. Non restava che confidare nella misericordia di Dio onnipotente e nella speranza che Egli cambiasse dal di dentro, dal cuore, una situazione insopportabile, oscura e senza futuro. Così si aprì la strada al ricorso alla misericordia infinita del Signore, che non vuole la morte del peccatore, ma che si converta e viva (cfr Ez 33,11). Un cuore puro, un cuore nuovo, è quello che si riconosce impotente da sé stesso e si mette nelle mani di Dio per continuare a sperare nelle sue promesse. In questo modo, il salmista può dire convinto al Signore: “torneranno a te i peccatori” (Sal 50,15). E, verso la fine del salmo, darà una spiegazione che è contemporaneamente una ferma confessione di fede: “Un cuore affranto e umiliato, tu non lo disprezzi” (v. 19).

La storia di Israele narra anche grandi gesta e battaglie, ma nel momento di affrontare la sua esistenza più autentica, il suo destino più decisivo, cioè la salvezza, più che nelle proprie forze, ripone la sua speranza in Dio che può ricreare un cuore nuovo, non insensibile e arrogante. Questo può ricordare oggi ad ognuno di noi ed ai nostri popoli che, quando si tratta della vita personale e comunitaria, nella sua dimensione più profonda, non basteranno le strategie umane per salvarci. Si deve ricorrere anche all'unico che può dare vita in pienezza, perché Egli stesso è l'essenza della vita ed il suo autore, e ci ha fatto partecipi di essa attraverso il suo Figlio Gesù Cristo.

Il Vangelo di oggi prosegue facendoci vedere come questo antico anelito alla vita piena si è realizzato realmente in Cristo. Lo spiega san Giovanni in un passaggio nel quale si incrociano il desiderio di alcuni greci di vedere a Gesù ed il momento in cui il Signore sta per essere glorificato. Alla domanda dei greci, rappresentanti del mondo pagano, Gesù risponde dicendo: “È venuta l'ora che il Figlio dell'uomo sia glorificato” (Gv 12,23). Risposta strana che sembra incoerente con la domanda dei greci. Che cosa c’entra la glorificazione di Gesù con la richiesta di incontrarsi con Lui? In realtà c'è una relazione. Qualcuno potrebbe pensare - osserva san Agostino - che Gesù si sentisse glorificato perché andavano da Lui i pagani; qualcosa di simile all'applauso della moltitudine che dà “gloria” ai grandi del mondo, diremmo oggi. Ma non è così. “Conveniva che alla sublimità della sua glorificazione precedesse l'umiltà della sua passione” (In Joannis Ev., 51, 9: PL 35, 1766).

La risposta di Gesù, che annuncia la sua passione imminente, dice che un incontro occasionale in quei momenti sarebbe superfluo e forse ingannevole. Quello che i greci vogliono vedere, in realtà lo vedranno innalzato sulla croce, dalla quale Egli attirerà tutti a sé (cfr Gv 12,32). Lì inizierà la sua “gloria”, a causa del suo sacrificio di espiazione per tutti, come il chicco di grano caduto in terra, che, morendo, germina e dà frutto abbondante. Incontreranno Colui che, sicuramente senza saperlo, andavano cercando nel loro cuore: il vero Dio che si rende riconoscibile a tutti i popoli. Questo è anche il modo in cui Nostra Signora di Guadalupe ha mostrato il suo divino Figlio a san Juan Diego. Non come un eroe portentoso da leggenda, ma come il vero Dio per il quale si vive, il Creatore delle persone, della vicinanza e della prossimità, il Creatore del Cielo e della Terra (cfr Nican Mopohua, v. 33). Ella, in quello momento, fece quello che aveva già sperimentato nelle Nozze di Cana. Davanti all’imbarazzo per la mancanza di vino, indicò chiaramente ai servi che la via a seguire era suo Figlio: “Qualsiasi cosa vi dica, fatela” (Gv 2,5).

Cari fratelli, venendo qui ho potuto avvicinarmi al monumento a Cristo Re, in cima la “Cubilete”. Il mio venerato Predecessore, il beato Papa Giovanni Paolo II, benché lo desiderasse ardentemente, non poté visitare questo luogo emblematico della fede del popolo messicano, nei suoi viaggi a questa cara terra. Sicuramente oggi si rallegrerà dal cielo che il Signore mi abbia concesso la grazia di poter stare ora con voi, così come avrà benedetto i tanti milioni di messicani che hanno voluto venerare, recentemente, le sue reliquie in tutti gli angoli del Paese. Ebbene, in questo monumento si rappresenta Cristo Re. Ma le corone che lo accompagnano, una da sovrano ed un'altra di spine, indicano che la sua regalità non è come molti la intesero e la intendono. Il suo regno non consiste nel potere dei suoi eserciti per sottomettere gli altri con la forza o la violenza. Si fonda su un potere più grande, che conquista i cuori: l'amore di Dio che Egli ha portato al mondo col suo sacrificio e la verità, di cui ha dato testimonianza. Questa è la sua signoria che nessuno gli potrà togliere e che nessuno deve dimenticare. Per questo è giusto che, innanzitutto, questo santuario sia un luogo di pellegrinaggio, di preghiera fervente, di conversione, di riconciliazione, di ricerca della verità e accoglienza della grazia. A Lui, a Cristo, chiediamo che regni nei nostri cuori, rendendoli puri, docili, pieni di speranza e coraggiosi nella loro umiltà.

Anche oggi, da questo parco, con il quale si vuole ricordare il bicentenario della nascita della Nazione messicana, che ha unito molte differenze, ma con un destino ed un’aspirazione comuni, chiediamo a Cristo un cuore puro, dove egli possa abitare come Principe della pace, “grazie al potere di Dio, che è il potere del bene, il potere dell'amore”. E, affinché Dio abiti in noi, bisogna ascoltarlo, bisogna lasciarsi interpellare dalla sua Parola ogni giorno, meditandola nel proprio cuore, sull’esempio di Maria (cfr Lc 2,51). Così cresce la nostra amicizia personale con Lui, si impara quello che Egli attende da noi e si riceve incoraggiamento per farlo conoscere agli altri.

In Aparecida, i Vescovi dell'America Latina e dei Caraibi hanno colto con lungimiranza la necessità di confermare, rinnovare e rivitalizzare la novità del Vangelo, radicata nella storia di queste terre “dall'incontro personale e comunitario con Gesù Cristo che susciti discepoli e missionari” (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental che si sta portando avanti, diocesi per diocesi, in questo Continente, ha precisamente l’obiettivo di far arrivare questa convinzione a tutti i cristiani e alle comunità ecclesiali, affinché resistano alla tentazione di una fede superficiale e abitudinaria, a volte frammentaria ed incoerente. Anche qui si deve superare la stanchezza della fede e recuperare “la gioia di essere cristiani, l’essere sostenuti dalla felicità interiore di conoscere Cristo e di appartenere alla sua Chiesa. Da questa gioia nascono anche le energie per servire Cristo nelle situazioni opprimenti di sofferenza umana, per mettersi a sua disposizione, senza ripiegarsi sul proprio benessere” (Discorso alla Curia Romana, 22 dicembre 2011). Lo vediamo molto bene nei Santi, che si dedicarono completamente alla causa del Vangelo con entusiasmo e con gioia, senza badare ai sacrifici, anche quello della propria vita. Il loro cuore era una opzione incondizionata per Cristo dal quale avevano imparato ciò che significa veramente amare fino alla fine.

In questo senso, l’“Anno della fede”, che ho convocato per tutta la Chiesa, “è un invito ad un'autentica e rinnovata conversione al Signore, unico Salvatore del mondo… La fede, infatti, cresce quando è vissuta come esperienza di un amore ricevuto e quando viene comunicata come esperienza di grazia e di gioia” (Lett. ap. Porta fidei, 11 ottobre 2011, 6.7).

Chiediamo alla Vergine Maria che ci aiuti a purificare il nostro cuore, specialmente nell’avvicinarci alla celebrazione delle feste di Pasqua, affinché giungiamo a partecipare meglio al Mistero di salvezza del suo Figlio, come Ella lo ha fatto conoscere in queste Terre. E chiediamole anche che continui ad accompagnare e proteggere i suoi cari figli messicani e latinoamericani, affinché Cristo regni nelle loro vite e li aiuti a promuovere con coraggio la pace, la concordia, la giustizia e la solidarietà. Amen.

© Bollettino Santa Sede - 25 marzo 2012